EL
RELOJ DE LA VIDA
Cuando era pequeño, más exactamente, cuando tenía seis años de
edad, tuve una conversación con mi abuela acerca de mi futuro. Mis padres me
habían dado el peor de los ejemplos, sus ansias egoístas y consumistas habían
destruido a nuestra familia y habían acabado con sus propias vidas. Además de
mi abuela, sólo tenía a unos tíos que se hacían a cargo de mí, en aquella
ocasión, esta me preguntó qué era lo que anhelaba hacer de grande y cuáles eran
mis mayores sueños, yo le respondí que lo que más quería era ser alguien
completamente diferente a mis padres, que no quería repetir su historia; soñaba
con muchas cosas: quería ser un superhéroe para combatir las injusticias y no volver a ver tanto sufrimiento, también quería
salvar vidas y descubrir curas para las enfermedades de la gente, y a veces, me
sentía atraído por mis ídolos de la música, quería ser como ellos, para llevar
a través de las canciones mensajes restauradores. Mi abuela concluyó que
entonces podía ser alguien valioso para la sociedad si seguía esos sueños, “ya eres alguien
importante, -me dijo- pero si creces sin
perder la ruta, entonces podrás ser una luz de transformación desde donde
estés, sin importar a lo que elijas dedicarte”. Así que le pregunté: “¿cuál es esa ruta?
¿Cómo sé qué
camino seguir para no perderme como mis padres? ¿Vas tú a guiarme?”.A
lo cual ella respondió: “La ruta está dada por
los sinceros deseos que tienes de ayudar a los demás; en el camino que sigas,
cualquiera que sea, debes estar atento a las necesidades sociales, al respeto
de otras culturas, cosmovisiones y a la naturaleza misma, y no olvides algo:
edúcate a ti mismo, no dejes que los demás piensen por ti, forma tu propio
criterio y lucha siempre por ser libre”. Después de esto me entregó una
caja roja cuidadosamente decorada, en su tapa decía “El Reloj de la Vida”.
Pasado un tiempo mi abuela murió.
La caja que se me había regalado tenía varios sobres, todos
marcados con un número diferente, y yo debía destapar el indicado al alcanzar
la edad correspondiente a cada dígito. Así fue como El Reloj de la Vida marcó
mis diez años, efectivamente al interior de la caja había un sobre con el
número diez, entonces pasé a leer la carta de mi abuela:
“El
día de hoy, en tu cumpleaños número 10, empiezas a cursar una etapa de tu vida
en que la curiosidad será fundamental para ir definiendo tus principales
preocupaciones y conocer tus aspiraciones. No te prives de descubrir, busca
respuestas y evalúalas.”
El mensaje motivó mis deseos de indagar, en la escuela trataba de
aprender y divertirme lo más que podía. No tardé en darme cuenta de que esas
preocupaciones tenían una tendencia por el área de las humanidades, y me
cuestionaba, ¿qué era eso de las humanidades? Pensaba en lo que ese término
evocaba, me llevaba a imaginar un planeta en el que todos los seres humanos
eran reconocidos, considerados parte vital de lo que somos en conjunto: una
misma especie. Pero entonces si era así, ¿por qué tantos sufrían un trato
discriminatorio? ¿Por qué las jerarquías nos dividían, obligándonos a competir
bajo un ritmo despiadado que imponía el mercado? ¿Qué desarrollo era ese? ¿Por
qué nuestras riquezas no eran de todos, por qué no compartirlas?
Las palabras de mi abuela me dieron el impulso que
necesitaba para continuar mis búsquedas, pero me daba cuenta de que las
respuestas me llevaban a nuevas inquietudes que parecían conducirme a través de
una cadena infinita.
Pasó el tiempo y El Reloj de la Vida marcó mis 15 años. Por esa
época era un joven muy soñador, no había olvidado que mi mayor meta era
entender mi mundo para poder intervenir en él mediante la generación de ideas
que llevaran de alguna forma al progreso colectivo. Sin embargo, sabía que
debía ser cuidadoso, mi abuela me lo había advertido: respetar otras culturas y
sus perspectivas de vida, y por supuesto, la naturaleza. Pensaba que si
ingresaba a una universidad a estudiar economía entonces tendría la oportunidad
de saber cómo identificar las necesidades sociales y formular propuestas de
solución. Por otra parte, pensaba que si estudiaba derecho haría una labor de
justicia ayudando a los más desfavorecidos. Llegó pues el momento en que debía
leer la segunda carta de mi abuela, la del número 15:
“Ahora es cuando debes
estar firme, pensar muy bien qué harás con tu vida y saber elegir entre los
buenos y los malos caminos. Seguramente te equivocarás, pero eso ayudará a que
madures poco a poco. No lo olvides: edúcate a ti mismo y permanece atento
porque tu rumbo debe estar dirigido por tus propios sueños.”
Mi abuela no dejaba de sorprenderme con sus cartas.
El mensaje era bastante claro para mí, no iba a defraudarla.
Transcurrieron años, terminé de crecer, cursé mis
estudios superiores y conseguí trabajo con un equipo de colegas conformado por
economistas y abogados, con el cual ya llevaba mucho tiempo. Tenía una vida
tranquila y muy exitosa, no tenía de qué preocuparme. Un día encontré entre mis
cosas algo que me llamó la atención, se trataba de una caja polvorienta que
lucía bastante desgastada, entonces lo recordé en ese momento: era la caja que
me había dado mi abuela un poco antes de morir. La había olvidado por completo,
así que la tomé entre mis manos y reviví el sentimiento de cariño que me tenía;
en su tapa decía “El Reloj de la Vida”, me pregunté ¿qué la habría motivado
realmente a ponerle ese nombre? El Reloj de la Vida ya había marcado muchos
años para mí, no había sido constante en la lectura de las cartas, pero quería
desatrasarme, así que tomé la tercera, la del número 20, que decía:
“Ya no eres un
chiquillo, enfréntate decidido a todo lo que se ponga ante tu camino. No
cometas el mismo error de tus padres: creer que el conocimiento ya está
acabado, que lo que dicen tus profesores son verdades absolutas y que no se
puede hacer nada para lograr cambios en la sociedad. La educación despertará
cada vez más tu mente, pero tú eres el encargado de descubrir qué se esconde
tras ella, qué deja de decir; duda todo el tiempo, piensa en qué otras cosas se
pueden crear a partir de lo que aprendes. No seas conformista, actúa.”
Luego de leer la carta quedé paralizado, ¡¿qué había
hecho con mi vida?!, ¡¿qué había hecho con mis sueños?! Me di cuenta de que mi
perspectiva se había difuminado con el paso del tiempo. Me había educado, sí,
pero ¿qué clase de educación había sido esa? Cada vez que en la universidad un
profesor nos enseñaba parecían disolverse todas las críticas posibles, nos
acoplábamos a una verdad, a una realidad que empezamos a considerar
inmodificable, en la cual debíamos buscar una ubicación adecuada para cada uno
de nosotros, los estudiantes, que en algún momento tendrían que ser
profesionales de alta calidad para tener algún valor social. Eso era lo que
hacía en aquél momento, reproducía todo el conocimiento adquirido, nunca lo
había cuestionado lo suficiente. Tal vez si hubiera leído la carta a tiempo no
me hubiera convertido en lo que mis padres también habían sido: agentes al
servicio de un sistema porque ni siquiera tenían la disposición de ver cuáles
eran sus fallas, ¡por creerlo perfecto y normal!
Sin esperar más abrí la carta que seguía, era la del
número 30:
“Eres
un hombre maduro. ¿Recuerdas lo que alguna vez te dije sobre ser una luz de
transformación? Pues es el momento de que lo pongas en práctica a plenitud,
estarás en la edad de conformar una familia y deberás dar buen ejemplo.
Recuerda que debes escuchar a otros, respetar sus opiniones, sus costumbres, su
manera de asumir la vida y la existencia misma; atiende a las necesidades
sociales y contribuye a solucionar sus problemáticas, sé esa persona que con
sus actos ilumina a los demás para creer que otra realidad, una más justa para
todos, es posible construirla desde ahora.”
No resistí más, el llanto no se hizo esperar. Me
sentía culpable, ¿cómo era posible que hubiera olvidado los consejos de mi
abuela? Me había convertido en una máquina para el trabajo, un trabajo que no
hacía más que arrebatar a las comunidades sus pertenencias, sus tierras, su
hogar, dándoles a cambio un pago ínfimo, sin escuchar sus voces, sus
necesidades, e invisibilizándolas con el destello de la riqueza que un
ambicioso negocio nos prometía sin lugar a dudas a mí y a mi equipo. Sentía que
no podía ser ejemplo ni de la más mínima virtud, no era luz para nadie.
Quedaba una última carta en la caja, su número
todavía no había sido marcado por el Reloj de la Vida, me faltaban algunos años.
Pero decidí no cometer otro error, así que pasé a leerla, el dígito era el 40:
“Estas son mis últimas
palabras. Cuando eras muy pequeño me preguntaste si te guiaría, así que te
entregué la caja del Reloj de la Vida; no porque con unas simples cartas fuera
a mostrarte cuál debía ser tu camino a recorrer, sino porque sentía que
necesitabas de esos mensajes para que no permitieran que te olvidaras de quién
habías sido cuando eras un niño y lo que te había dicho respecto a tu futuro.
¿Sabes por qué la nombré El Reloj de la Vida? Precisamente por la
misma razón: el tiempo transcurre y los años, como un reloj, van marcando
horas, momentos, etapas de tu vida que no tienen por qué pasar desapercibidas,
todas son muy importantes, te permiten evolucionar y crecer como persona, y es
allí cuando deberás estar atento a que las ilusiones no se pierdan, a que esos
sueños infantiles jamás dejen de alumbrar tu corazón. Si tu ruta estuvo
orientada por esos anhelos, sigue adelante, si no fue así, no te angusties, ese
sería tu destino. Lo mejor es que siempre te respondas a ti mismo: ¿qué estoy
haciendo a esta hora de mi vida para que mis sueños nobles dejen de ser una
fantasía?”
El mensaje era contundente. Había aprendido una gran lección.
Comprendí el valor de no dejar de soñar, de no abandonar esas utopías que de
pequeño me había formulado y que de adulto olvidé por dejarme envolver en el
torbellino de un mundo desenfrenado, banal, áspero y competitivo. No hay que
dejar que esos sueños se empolven en un rincón hasta el punto que no los
podamos ver, como la caja de mi abuela. El educarse a sí mismo, pensar por sí
mismo y escuchar a otros, constituirán parte de la brújula que me indicará el
camino. Leer la carta a tiempo, la carta de nuestras propias ilusiones y
nuestras propias pautas para ser persona harán la diferencia en el Reloj de Mi
Vida.
Escrito por María Adelaida Galeano Pérez
Relato inspirado a partir de los temas estudiados en
el curso-semillero de Sociología Jurídica y Teorías Críticas de la Facultad de
Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia (Noviembre de
2012).