Por: Gabriel
Ignacio Gómez
Las recientes declaraciones del
Senador Álvaro Uribe Vélez en las que hace un llamado a la resistencia civil en
contra del acuerdo de paz, no dejan de ser llamativas. Incluso serían risibles,
si no fuera por las consecuencias sociales y políticas que generan,
especialmente cuando frente a un tema tan sensible y en un contexto tan
polarizado, sus llamados, lejos de ser expresión de resistencia civil, pueden terminar siendo el anuncio de más
violencia. El momento en el que se
encuentra la sociedad colombiana exige mucha más responsabilidad por parte de
su clase política y mucha más participación por parte de la sociedad civil. La
propuesta del líder del “Centro Democrático”, se constituye en un capítulo más
de su actividad política basada en la retórica del odio y su profunda obsesión
mesiánica por el poder. El propósito de este texto consiste en someter a un
escrutinio crítico la postura de Uribe y del “Centro Democrático” con respecto
a las negociaciones de paz en La Habana y frente a la construcción de paz en
Colombia. Para tal efecto me concentraré especialmente en los siguientes
aspectos: 1) La concepción de la política
como la relación amigo-enemigo; 2) El
proceso de paz, polarización política y oposición oportunista; 3) La falta de coherencia entre las acciones
políticas del pasado y las posturas actuales; y 4) Una reflexión final. A continuación voy a referirme brevemente a
cada uno de estos asuntos:
1) La concepción
de la política como la relación amigo-enemigo
Desde hace varios años, Álvaro Uribe
y su equipo de asesores han dejado ver la influencia del pensador alemán Carl Schmitt
(2009) en la manera como construyen su discurso de “Seguridad democrática” y
sus prácticas políticas. Schmitt, quien a comienzos del siglo XX observaba con
preocupación la crisis de la República de Weimar, asumió una perspectiva
crítica frente a la concepción liberal de la política según la cual el poder se
fundamenta en la idea de un contrato social y encuentra un límite en el
derecho. Schmitt sospechaba bastante de la idea de democracia liberal como una
propuesta procedimental que permitiera la expresión de las mayorías. De acuerdo
con el autor alemán, era necesario recuperar el orden en la sociedad, y ello
solo se podría lograr por medio de un ejecutivo fuerte que no tuviera las restricciones
que imponía el Estado de Derecho. En consecuencia, y continuando con la crítica
al liberalismo político, Schmitt no entendía la política como campo de acuerdos
ni de pactos, sino como decisión política en un escenario de confrontación
entre amigos y enemigos. En tal sentido, el gobernante, para mantener el orden,
debía tomar decisiones políticas, procurar la unidad de la sociedad y enfrentar
a aquellos enemigos que se opusieran a las decisiones del soberano.
Esta lectura de la política no es muy
distante de los postulados y prácticas que Uribe promovió durante sus dos períodos
de gobierno (2002-2010). En un contexto caracterizado por la ruptura de las
negociaciones entre el gobierno de Andrés Pastrana y las FARC, Uribe encontró
un campo propicio para la construcción simbólica de un enemigo que, de hecho,
había alimentado enorme resentimiento y dolor en muchos sectores de la sociedad
colombiana. Y cuando digo que se trata de “la construcción simbólica del
enemigo”, no es para negar el despliegue de violencia que, en efecto, ejerció
la guerrilla de las FARC, especialmente desde la década del noventa; sino para
mostrar precisamente que buena parte de la identidad política del gobierno
Uribe dependía de enfrentar a un enemigo común que despertara un profundo
rechazo social. No obstante, el gobierno Uribe al construir la idea del enemigo
común, llevó la tensión a un punto de polarización mayor a través de la
incorporación en Colombia de la “guerra contra el terrorismo”.
Cuando se inició el gobierno de Álvaro
Uribe en 2002, el país no sólo enfrentaba la frustración de un proceso de paz
fallido; sino que presenciaba un proceso de expansión territorial y política
del paramilitarismo (Romero, 2003). La decisión del gobierno Uribe consistió
entonces en redefinir los imaginarios sociales sobre la situación política mediante
la idea de la “amenaza terrorista”, así como la creación de amigos y enemigos.
En tal sentido, se construyó la idea de un enemigo absoluto: “los terroristas”,
a quienes había que derrotar fundamentalmente por la vía armada. Igualmente se
construyó a un enemigo prosistémico: los paramilitares, con quienes sí era
posible, de acuerdo con el gobierno de entonces, promover una negociación y
llegar a acuerdos. En cuanto a la situación política, el gobierno Uribe acuñó
un lenguaje que se convirtió en el credo oficial de las instituciones y se
reprodujo día a día en los medios de comunicación y en la cotidianidad social.
En Colombia ya no se podía hablar entonces de conflicto armado, la historia de
nuestras violencias parecía quedar, de un momento a otro, borrada por la
palabra majestuosa del gobernante. Lo que existía era una “amenaza terrorista”
y con ella, un enemigo absoluto sin historia, sin contextos, y sin humanidad,
en otras palabras, se trataba de la esencialización de la perversidad. De
acuerdo con esta visión, a este nuevo enemigo que personificaba el mal
absoluto, había que derrotarlo a toda costa y con todo el despliegue de fuerza
posible. Por tal razón, las medidas de la “Seguridad Democrática” generaron
nuevas esperanzas en muchos sectores de la sociedad colombiana, y el fervor colectivo
se constituyó en la mayor fortaleza del gobierno.
Sin embargo, aquí resulta importante
recordar lo que la sociedad colombiana pareciera olvidar, por eso voy a retomar
algunos hechos de la década anterior. Desde el año 2002, el gobierno Uribe
promovió acercamientos con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), así como un
proceso de desmovilización que se llevó a cabo entre 2003 y 2006 (Comisión
Colombiana de Juristas, 2008). Frente a un actor armado que era responsable de
expresiones brutales de violencia como asesinatos sistemáticos a líderes
sociales, múltiples masacres y desplazamientos de campesinos con el propósito
de despojarlos de sus tierras, reclutamiento de menores, ejercicio de violencia
sexual en contra de las mujeres, así como muchas otras acciones en contra de la
población civil, el gobierno Uribe no dudó en promover un marco jurídico
extremadamente generoso a través del proyecto de ley de Alternatividad Penal. En
nombre de la paz y la reconciliación, el gobierno Uribe no dudó en usar las
ideas de abolicionismo y justicia restaurativa para dar un trato diferenciado y
generoso a los comandantes paramilitares (Gómez, 2014).
Cuando las organizaciones de derechos
humanos se atrevieron a cuestionar los excesos de la política de la “Seguridad
Democrática” y el desconocimiento de los estándares de derecho internacional de
los derechos humanos, el gobierno Uribe no dudó en promover un lenguaje hostil
en contra de los activistas de derechos humanos a tal punto que las
movilizaciones y acciones de resistencia que estos hicieron en contra de la
impunidad, fueron igualmente estigmatizadas. La construcción simbólica del
enemigo no se limitó entonces a la proscripción de las FARC, sino que se extendió
también a todo aquel que se atreviera a cuestionar la sacralidad del orden de
la “Seguridad Democrática”, ya fuera activista social, o ya fuera magistrado de
la Corte Suprema.
2) El proceso
de paz, polarización política y oposición oportunista
Es indudable que el contexto social y
político de esta década es diferente de aquel que hizo posible el ascenso y
hegemonía del discurso de la “Seguridad Democrática”. Y lo es por múltiples razones, entre las cuales se pueden mencionar
las siguientes: 1) Como consecuencia del fortalecimiento de las Fuerzas Armadas
y de la ofensiva militar del Estado en la primera década del siglo, las FARC perdieron
a varios de sus comandantes y entraron en un proceso de repliegue y
debilitamiento; 2) Si bien ha habido debilitamiento militar de las FARC, ello
no significa que hayan desaparecido, ni que hayan perdido el control de algunos
territorios, ni que el Estado colombiano las haya derrotado militarmente; 3) El
desgaste y descrédito de las políticas de “Seguridad Democrática”, como
consecuencia de la constatación de abusos de poder (“chuzadas”, ejecuciones
extrajudiciales, rechazo a los reclamos de las víctimas) o escándalos de
corrupción (Agro Ingreso Seguro, reelección), hicieron posible un giro hacia el
centro en materia de la concepción sobre el tratamiento del conflicto político;
4) La agenda que se planteó por parte de los negociadores, ha sido una agenda
modesta que no pone en riesgo la estructura política del Estado y del sistema
económico; y 5) El desarrollo del proceso de paz desde finales del 2012, a
pesar de las dificultades y la oposición de sectores de derecha, ha permitido
logros tangibles y verificables, como la realización de acuerdos frente a
varios de los puntos de la agenda y el desescalamiento del conflicto armado.
Sin embargo, también hay que tener en
cuenta que desde el principio de las negociaciones, Uribe y su nuevo partido
han promovido una férrea oposición al proceso de paz. Los postulados de esta
oposición muestran cierta continuidad en la lectura de lo político como la
relación entre amigo-enemigo. En tal sentido, el “Centro Democrático” ha
diseñado su discurso de doble oposición: oposición
al gobierno y oposición al proceso de
paz. En cuanto a la oposición al
gobierno, el “Centro Democrático” ha desplegado una retórica según la cual
Santos es un traidor que se hizo elegir para continuar con las banderas de la “Seguridad
Democrática”, pero que posteriormente abandonó sus compromisos políticos. Igualmente ha sostenido en múltiples ocasiones
que el gobierno actual representa una amenaza Castro-Chavista, más aún cuando
mantiene relaciones bilaterales con el Estado venezolano y se atreve a promover
un diálogo de paz con los “terroristas”. En cuanto a la oposición al proceso de paz, Uribe y sus seguidores, no aceptan
la posibilidad de mirar históricamente el conflicto colombiano, ni de aceptar
una salida diferente a la victoria militar y, en consecuencia, a una rendición
incondicional de las FARC.
En tal sentido, la estrategia
mediática de Uribe, tal como ocurrió durante su mandato, insiste entonces en la
idea de crear una realidad apocalíptica (o hecatombe para usar sus términos)
que defina la situación colombiana como un gran “estado de excepción” que solamente
puede resolverse mediante la decisión y la fuerza. Dentro de este proceso de
construcción simbólica de la realidad y de los enemigos, el nuevo contendor es
una alianza perversa entre quienes promueven el proceso de paz y la salida
negociada del conflicto. Sin embargo, la intensidad de esta retórica varía
según la coyuntura. Basta recordar el giro sorpresivo que se dio en la campaña
presidencial que antecedió las elecciones presidenciales de 2014. En octubre de
2013, Oscar Iván Zuluaga, el candidato de Uribe, sostuvo que el proceso de paz había que “terminarlo ya”, y
agregaba que era un proceso que "nació muerto y está mal planteado porque nace de una premisa completamente equivocada... no puede negociar de igual a igual con una organización que sigue cometiendo actos terroristas y reclutando menores" (Semana, 2013). Para diciembre del mismo año, el mismo candidato hacía un leve giro, ya no se hablaba de ruptura sino de la "suspensión" del proceso. De acuerdo con Zuluaga: "si las Farc quieren una paz negociada tiene que haber una exigencia, cese de toda acción criminal y la renuncia al narcotráfico. Esa debe ser la premisa y tiene que ser inaplazable, inamovible" (El Espectador, 2013). Luego, en
mayo de 2014,
luego de la primera vuelta electoral y al percatarse del apoyo social al
proceso de paz, el “Centro Democrático” anunció el apoyo del partido
Conservador para la segunda vuelta y un giro en la postura frente al proceso de
paz. Ya no lo suspendería, sino que “establecería condicionamientos” (Semana,
2014).
Uribe, en su actuar político, ha desarrollado
una particular habilidad para crear lenguajes e imaginarios sociales, y de promoverlos
a través de ciertos actos performativos que tienen un notable impacto en varios
sectores de la sociedad colombiana (especialmente en la Colombia más feudal).
Su imagen de buen patrón, de buen padre de familia tradicional, de trabajador
incansable, de mesías redentor capaz de resolver todos los problemas en los
consejos comunitarios, todo ello con un tono aparentemente bonachón y un ánimo predicador,
le dieron un enorme rendimiento político en una sociedad caracterizada por la
mentalidad patriarcal y la precaria formación intelectual y política.
Así, en su habilidad para usar y
abusar del lenguaje, Uribe ha tendido a apropiarse de sustantivos y términos
que en su momento fueron expresión de sectores populares y democráticos para vaciarlos
de sentido y atribuirles contenidos y alcances tremendamente conservadores y
autoritarios. Veamos algunos ejemplos: Uribe, llegó a la presidencia
enarbolando las ideas de “Estado Comunitario” y “Seguridad Democrática”. Lo
comunitario, en lugar de promover procesos de empoderamiento de las comunidades
y políticas que potenciaran el ejercicio
de la ciudadanía, se constituyó en un teatro artificial para promover
dependencia y entronizar la figura del líder en los denominados “consejos
comunitarios”. Por su parte, la democracia, terminó siendo un adjetivo de la
seguridad, tal como lo observaba el profesor Guillermo Hoyos (Hoyos, 2007).
Posteriormente, con ocasión de la desmovilización de los grupos paramilitares,
su gobierno comenzó a usar el lenguaje de la justicia transicional de manera
manipuladora para facilitar la desmovilización de los grupos paramilitares, sin
tener en cuenta un componente fundamental de la justicia transicional: la
existencia de mecanismos de rendición de cuentas y de protección a los derechos
de las víctimas (Uprimny & Saffón, 2007).
Luego, desde la oposición, Uribe y
sus seguidores crearon un nuevo partido, el “Centro Democrático”, y lo
bautizaron con un nombre que para nada refleja el contenido de su plataforma
política. Más recientemente, el Senador
Uribe, de manera bastante cínica, convoca a una resistencia civil frente a los
acuerdos de paz. No olvidemos que la resistencia
civil ha sido una expresión democrática de los grupos sociales marginados y
oprimidos, como lo fue el movimiento independentista en la India de Gandhi, o
el movimiento de derechos civiles y políticos liderado por Martin Luther King,
para luchar en contra de la opresión y la injusticia. En Colombia, los
ejercicios de resistencia civil han sido promovidos por los movimientos
sociales, aún a costa de su integridad y de que sean estigmatizados, como
ocurrió con la movilización de las víctimas durante el gobierno de la
“Seguridad Democrática”. Hoy por hoy, si hay algo que Uribe y el “Centro
Democrático” representan en la sociedad colombiana, incluso desde la oposición,
es su cercanía con el poder, particularmente, con los poderes regionales que
han acumulado grandes extensiones de tierra, ya sea para la ganadería
expansiva, el monocultivo agroindustrial o la industria extractivista; así como
con los grupos de interés que se han beneficiado del ejercicio del poder
institucional y de facto. Suena entonces risible que ahora Uribe busque
promover un mecanismo de resistencia civil cuando su situación, lejos de
representar a un sector oprimido, lo que hace es reafirmar poderes, muchos de
ellos cuestionables, e interesados en que la situación de injusticia social en
Colombia no cambie.
3) La falta de
coherencia entre las acciones políticas del pasado y las posturas actuales.
Cuando se observa detenidamente esta
iniciativa y se analiza retrospectivamente la historia reciente del país, se
hace evidente la incoherencia entre las políticas y acciones que Uribe promovió
desde su gobierno y las posturas que actualmente asume frente al proceso de
paz. Quedan muchos interrogantes, entre los cuales destaco los siguientes: ¿Cómo
explica el uribismo su retórica de apoyo frente a la desmovilización de los
grupos paramilitares en 2003 y su decidido apoyo al proyecto de Alternatividad Penal?,
¿Cómo explica Uribe la indolencia que demostró su gobierno frente a los
derechos de las víctimas cuando se tramitaba el proyecto de Alternatividad
Penal en 2004 y el proyecto de ley de Justicia y Paz en 2005?, ¿Cómo explican
él y sus asesores la hostilidad frente a las organizaciones de víctimas cuando
se realizaron las movilizaciones en solidaridad de las víctimas del
paramilitarismo y de los crímenes de estado?, ¿Cómo explica la oposición y el
veto que ejerció su gobierno frente al proyecto de ley de víctimas en 2009?,
¿Cómo explica Uribe y el “Centro Democrático” que luego de defender con tanto
ahínco la desmovilización de los paramilitares, cuestionen la posibilidad de un
proceso de paz con las FARC, más aún cuando en este proceso, con la presión de
la comunidad internacional y de las organizaciones de derechos humanos, se ha
intentado tener en cuenta de manera mucho más seria el respeto por los
estándares internacionales en materia de derechos de las víctimas?, ¿Cómo se
puede entender el reciente interés del Uribismo por los derechos de las
víctimas cuando anteriormente hubo tanta displicencia y hostilidad hacia ellas?,
¿Si es cierto y genuino el interés por las víctimas, por qué ha habido tanta
presión por parte del Centro Democrático en defender la reforma al Fuero Penal
Militar (Uribe, s.f.)?, finalmente ¿Cuál es la propuesta de paz real y sincera
que Uribe y el “Centro Democrático” le ofrecen a la sociedad colombiana?
4) Una
reflexión final
Luego más de tres años y medio desde
que se iniciaron las negociaciones de paz, la sociedad colombiana debe comenzar
a reconocer la relevancia social y política del proceso de paz, y de los
avances que se han logrado hasta el momento. Si bien es cierto que ha habido
momentos de crisis, o asuntos que generan inquietudes o malestares legítimos y
comprensibles en la sociedad, también es cierto que ha habido notables avances,
no solo en materia de los acuerdos hasta ahora anunciados, sino que han tenido
impacto directo en la sociedad colombiana, como el desescalamiento del
conflicto, la disminución de los combates, los procesos de desminado, el
reconocimiento de la centralidad de las víctimas y la aceptación por parte de
las FARC de unos mecanismos de Justicia Transicional. Frente a este último
aspecto, el balance entre las exigencias internacionales en materia de
rendición de cuentas y derechos de las víctimas, y la búsqueda de la paz, es
supremamente difícil y complejo en una sociedad que ha padecido un conflicto
armado tan destructivo y prolongado. No obstante, la opción de bloquear los
diálogos y cerrar de una vez por todas, la posibilidad de un acuerdo de paz,
sería una irresponsabilidad histórica frente a la sociedad colombiana y frente
a las víctimas (ya no solo actuales sino también futuras).
Sin duda hay muchos aspectos que pueden
ser sometidos al escrutinio crítico, ello es legítimo y necesario, pero ello
debe hacer parte de un debate público constructivo y democrático. Menciono
algunos aspectos que habrá que debatir con mayor detenimiento. En primer lugar,
hasta ahora los debates sobre las negociaciones en La Habana y la construcción
de paz en Colombia han estado fundamentalmente dominados por élites políticas e
institucionales, sin dar mucho espacio a las voces de las comunidades, los
movimientos sociales y las víctimas. En segundo lugar, se suele confundir tres
asuntos diferentes: la Mesa de Negociaciones, el nivel de legitimidad del
gobierno del presidente Santos y las posibilidades de construcción de paz en
Colombia. Hay muchas razones por las cuales el gobierno de Santos cuenta con un
nivel tan bajo de popularidad, entre ellos su política neoliberal que tanto
dista del Castro-chavismo que le atribuye Uribe. Sin embargo, ello no implica
que las negociaciones de paz deban fracasar, y mucho menos, que la sociedad
colombiana se niegue la posibilidad de transformar su historia de violencias e
injusticias. En tercer lugar, como lo han afirmado varios analistas, la
realización de un acuerdo no implicará la terminación de los conflictos
sociales y económicos en Colombia, pero por lo menos permitirá que las luchas
en contra de la injusticia social se libren por vías pacíficas.
Aun así, una es la suerte de un
proceso de paz cuando existe al menos un consenso fuerte sobre la necesidad de
la negociación, y otra la que se da en medio de una polarización social en la
que sectores políticos rompen ese consenso fundamental. El discurso de
oposición liderado por Álvaro Uribe Vélez y el “Centro Democrático”, a través
de la construcción de nuevos enemigos y de escenarios apocalípticos que
solamente pueden resolverse con la llegada de un nuevo orden redentor, termina
confundiendo todos los aspectos anteriormente
expuestos, es decir, termina haciendo una oposición al gobierno nacional, a las
negociaciones y a la posibilidad de construir la paz en la sociedad colombiana.
Pero además, somete a la sociedad a una polarización innecesaria para beneficio
de unos grupos de interés. Al final, un
escenario planteado en términos de relaciones entre amigos y enemigos
absolutos, termina arrojando el peor de los resultados posibles: la
prolongación indefinida del conflicto armado.
Finalmente, ojalá en poco tiempo
podamos decir que estamos en proceso de cambiar los relatos necrofílicos que
durante muchos años invitaron a la perpetuación de la guerra y aprendamos como
sociedad a abrir los caminos para que, en lugar de expresiones armadas entre
sectores radicales, haya propuestas, tanto de izquierda como de derecha, que
acepten las reglas del juego democrático, que sean más responsables con sus
lenguajes y acciones, más reflexivas frente a problemas que atañen a nuestra
convivencia, y más dispuestas a promover acuerdos sobre asuntos fundamentales,
en lugar de continuar construyendo “enemigos comunes” y odios perpetuos.
Referencias
bibliográficas
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Uribe, Álvaro. (S.F.) “El fuero
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visitado el 19 de mayo de 2016.
Gran artículo, gracias al autor por compartirlo. Me surgen algunas reflexiones: ¿Cuánto dinero, cuántos recursos, cuántos muertos ha entregado todos estos años la sociedad colombiana por cuenta del alcance de un discurso político tan cerrado, que no reconoce el valor de la escucha como elemento primordial en la construcción del anhelado orden en un país? El orden no es acallar, el orden no es ver al otro como el enemigo del alma, porque el poder que se articula en esas premisas no permite que la sociedad de un Estado crezca en comprensión, tolerancia, ni que busque justicia social. Qué frágiles podemos ser cuando el dolor se convierte en odio y venganza, y ese odio y esa venganza son aprovechados y direccionados por quien no está dispuesto a contribuir a menguarlos o sanarlos sino a volverse su cómplice y hacerlos crecer, defendiéndolos, aun cuando nuevos intentos significan una primera aproximación al envolatado “orden”. ¿Qué es lo que se busca entonces realmente por parte de una postura así?, ¿otra Colombia que no sufra violencia o una violencia que nos provea el tipo de “orden” que desea ese pensamiento en la que hay lugar a otras violencias, que como por arte de hechizos de magia negra, resultaran ser legítimas? Si de paz hablamos, yo quisiera una paz en la que se facilitara el acercamiento con esos “enemigos”, quiero saber de muchos por qué, quiero saber qué expectativas tienen, qué sienten, qué es para ellos la vida, quiero saber por qué su violencia ha hecho parte de nuestra historia, qué esperan de quienes no hemos estado de acuerdo con muchas de sus acciones y si tienen propuestas de cambio para compartir en una cotidianidad diferente.
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