Gabriel Ignacio Gómez
El propósito de este texto consiste en reivindicar una capacidad tan
relevante para el ser humano, pero a la vez tan desestimulada por el sistema
educativo y la sociedad, como lo es la curiosidad. Me refiero a esa disposición
consistente en preguntarnos constantemente por el mundo que nos rodea, por nuestra
condición humana, por nuestra historia, por nuestra sociedad, así como por el
lugar que ocupamos en ella. Igualmente, me parece fascinante la posibilidad de indagar
por el sentido de esa construcción social denominada “el Derecho”, por las
condiciones sociales y culturales que han hecho de este un discurso tan
relevante en una sociedad en la que las normas no se obedecen, por las
relaciones de poder entre los diferentes sujetos sociales, por los múltiples
significados que emergen sobre los derechos, por las prácticas que producimos y
reproducimos en un contexto social tan turbulento y paradójico como el
colombiano.
Sin embargo, esa curiosidad que nos permitiría repensarnos, encuentra
limitaciones en las estructuras sociales, en la institucionalidad académica y en
las prácticas culturales de una sociedad de consumo, que han reducido la
educación a un acumulado de información o a un simple entrenamiento técnico para
el trabajo. Por tal razón, con esta reflexión, quiero reivindicar la
importancia de preguntar y cuestionar, de explorar nuevos horizontes, y a la
vez, por medio de tal ejercicio, provocar la reflexión sobre el sentido de los
estudios en Derecho en Colombia. Para tal fin, quisiera iniciar este texto
contando algunas de mis experiencias personales como antiguo estudiante de Derecho,
para luego, compartir varias reflexiones que he construido posteriormente como
profesor e investigador en temas de Derecho y Sociedad.
El malestar de la educación en Derecho
Al comenzar a escribir estas
líneas, se me vinieron a la memoria muchos episodios que, de alguna forma,
incidieron en mi postura crítica frente a ciertas tradiciones formalistas, así
como a la instalación de algunas prácticas curriculares y no curriculares en
las facultades de Derecho. Solo me referiré a dos de ellos. Sin embargo, debo
aclarar, en primer lugar, que estudié mi carrera buscando el horizonte de la Ciencia
Política en una época en que no existía este tipo de estudios en el país, y
para mi sorpresa, la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas en la que
estudié, resultó parecerse más a una escuela de leyes orientada, en términos
generales, a la defensa de la tradición, la familia y la propiedad, que a un
espacio educativo que permitiera pensar los retos que exigía una sociedad
compleja.
Pero bueno, vamos a las historias. Transcurría el año de 1988, era una época
de enormes tensiones sociales y políticas en la ciudad, en el país y en el
mundo. En el escenario local y nacional, la violencia política y las
violaciones a los derechos humanos estaban al orden del día, y en el escenario
internacional, múltiples vientos de reforma y de cambio político y económico
auguraban una transformación del orden mundial. Aun así, estas realidades
difícilmente tocaban el contenido de los cursos, o la sensibilidad de muchos de
mis profesores, que reproducían un plan de estudios que permanecía casi
inmodificable desde mediados del siglo XX. Recuerdo también una situación que
nunca olvidaría, y que reflejaba la mentalidad de la época y de la institución
en la que estudié. En el curso de “derecho civil, bienes”, el profesor, que era
relativamente prestigioso como profesional y encajaba bien en aquella categoría
tan simbólica en su forma, como vacía en su contenido, como la del “Jurista”,
preguntaba: “¿por qué razón el derecho real de propiedad implica la exclusión
de otras personas del uso, goce y disposición de un bien, en favor del titular
del derecho?”. “¡Que interesante pregunta!”, celebraba yo silenciosamente. Luego
de intentar elaborar un argumento basado
en mis incipientes lecturas sobre economía o sociología, o de aventurar un
segundo argumento histórico haciendo uso de las nociones de derecho romano, pedí
la palabra de manera optimista, esperando quizás, que el “respetado jurista”
validara la necesidad de reflexiones sociales o históricas, o al menos,
permitiera iniciar un debate enriquecedor sobre un tema tan fascinante como
complejo. Sin embargo, luego de expresar mis reflexiones, mi frustración no
pudo ser mayor al encontrar la negativa rotunda del profesor a mis intentos argumentativos.
Para él la respuesta era tan sencilla y contundente, como castrante y
desmotivadora. Para “el jurista”, la respuesta se resumía en la siguiente
oración: “La propiedad privada excluye a los otros porque así lo ha establecido
el código civil”. No fue la primera vez
que sentí ese malestar enorme, ni sería tampoco la última; aún hoy habría
muchos estudiantes que pueden quedar satisfechos con este tipo de respuesta, quizás
suficiente para algunos de esos “juristas”, pero tan carentes de contenido en
una sociedad necesitada de conocimiento y reflexión.
Otra de las imágenes que se me vino a la memoria, esta vez relacionada
con las prácticas evaluativas, tiene que ver con un prestigioso profesor de
derecho procesal civil. Para el “jurista” de turno, era necesario que los
estudiantes aprendieran de memoria el código respectivo para presentar sus
exámenes, y validar así el conocimiento admisible y autorizado sobre el tema.
En alguna ocasión, el “jurista” en mención hizo un examen cuya pregunta
consistía en reproducir de memoria el artículo 418 del código de procedimiento
civil. Yo, que durante años me había resistido al aprendizaje nemotécnico, tuve
que adaptarme estratégicamente al engranaje educativo y desarrollar métodos de
estudio, que más que enseñarme a pensar, servían para presentar exámenes y responder
lo que los profesores querían escuchar. En este caso, la sorpresa fue mayor al
saber que el profesor me había rebajado la calificación por no usar en la
respuesta, una palabra precisa del código, sino un sinónimo que no alteraba el
contenido fundamental.
Estas situaciones que acabo de recordar, y que para algunos no pasarían
de ser simples anécdotas, eran síntomas de unas mentalidades y prácticas que se
habían instalado y reproducido en el espacio educativo del Derecho. Claro, algunos
de ustedes me podrían decir, que eso fue antes de la Constitución del 91, o que
tales situaciones sólo se presentaban en universidades católicas y conservadoras,
y que afortunadamente esas mentalidades y prácticas ya no perduran en las
facultades de Derecho en la actualidad, y menos aún, en las universidades
públicas. Quisiera pensar lo mismo, pero francamente tengo mis dudas. Si bien
desde hace dos décadas ha habido transformaciones significativas en la cultura
jurídica colombiana, en buena parte como consecuencia de la Constitución de
1991 y de los desarrollos jurisprudenciales promovidos por la Corte
Constitucional, ello no implica que las prácticas educativas ni que los
presupuestos sobre las relaciones entre el Derecho y la sociedad hayan cambiado
sustancialmente.
Reinventar el “habitus” de los
abogados
Hace algunos años, en una investigación que algunos profesores de varias
facultades de Derecho de la ciudad desarrollamos conjuntamente, llamada “La
investigación, la producción y las prácticas del saber jurídico en las
facultades de Derecho en Antioquia”, pudimos hacer una reflexión más elaborada,
sobre lo que inicialmente eran simplemente intuiciones y sospechas. De la mano
de perspectivas críticas en sociología de la educación y sociología del
derecho, intentamos proponer una explicación sociojurídica de esa paradoja en
virtud de la cual se observaba, de un lado, un interés institucional por
promover la investigación, y del otro, un medio educativo que parecía privilegiar
las certezas sobre las preguntas. Nuestros hallazgos indicaban que la
estructura curricular, la cultura jurídica predominante, basada en una
concepción normativista del derecho, y las prácticas académicas existentes, promovían
más la reproducción del conocimiento, que el cuestionamiento del mismo. Con
base en el concepto de “habitus” propuesto por Bourdieu (Bourdieu &
Wacquant, 1992), es decir, ese conjunto de predisposiciones y disposiciones a
través de las cuales los sujetos clasifican y entienden el mundo, argumentamos que
la educación en Derecho ha incidido en la formación de un “habitus” de los
abogados.
En tal sentido, los abogados reproducimos una serie de conceptos que
asumimos como presupuestos incuestionables, como por ejemplo, el Estado-Nación,
el Derecho Estatal, o la Soberanía. Igualmente, incorporamos esas categorías en
nuestra forma de nominar el mundo, en la manera de construir simbólicamente nuestra
sociedad, sus relaciones y sus sujetos. Se trata de disposiciones en virtud de
las cuales nuestra relación con la sociedad se basa más en el juicio y en la
construcción de problemas jurídicos, que en la comprensión y el entendimiento
de los conflictos sociales que buscamos transformar. A partir de esa
perspectiva tan limitada, no sólo leemos el mundo, sino que lo inventamos de
acuerdo con un sistema de creencias que, de un lado, universaliza lo que fue
creado con base en la modernidad Europea, y del otro, normaliza las enormes
injusticias y arbitrariedades de una sociedad semiperiférica, clasista,
racista, patriarcal, homofóbica, y tremendamente violenta, como la sociedad
colombiana. Nuestro saber, se ha parecido entonces más a una tecnología legal
repleta de las certezas que aprendimos de nuestros profesores “juristas”, con
sus cuadernos amarillos y sus códigos corroídos por el paso del tiempo. Ese saber tecnológico, ha reducido el
espectro de las preguntas posibles sobre el Derecho a interrogantes
fundamentalmente descriptivos sobre la validez y la vigencia de las normas, disminuyendo la posibilidad de buscar otros
horizontes de conocimiento.
Pero claro, el panorama no es tan sombrío. Afortunadamente, también nos
encontramos con sujetos inquietos, que desde perspectivas como la ciencia
política, la criminología crítica, el nuevo constitucionalismo, la filosofía y
la teoría del derecho, la historia, la sociología del derecho, y en general,
las ciencias sociales, han comenzado a trazar nuevos interrogantes. Estos
sujetos son quienes desde sus múltiples influencias teóricas y experiencias
profesionales y vitales, se han atrevido a problematizar el saber jurídico
basado en la reproducción y en la formación de litigantes acríticos, para
desarrollar lo que Paulo Freire ha denominado “curiosidad epistemológica”
(Freire, 2004:13). Esta postura ha implicado igualmente una revisión de una
“educación bancaria”, que se basa en la institucionalización del principio de
autoridad, en el establecimiento de jerarquías entre docentes y estudiantes, y
en la reproducción del saber; para promover una “educación problematizadora”, es decir, formas
alternativas de relación entre el docente y los estudiantes, en virtud de la
cual se desvanezcan las jerarquías, se reconozcan diferentes saberes y se parta
de un diálogo constructivo e imaginativo que permita problematizar el
conocimiento (Freire, sf). En tal sentido, nos corresponde a todos esos nuevos
sujetos, ya sea como profesores, investigadores, estudiantes, litigantes
críticos y operadores jurídicos progresistas, potenciar la reflexión crítica, que
permita formular nuevos interrogantes; transitar por nuevas rutas teóricas y
prácticas; desmitificar las viejas creencias; interrogar los textos y los
contextos desde otras perspectivas; y,
al final de cuentas, perder el miedo a
pensar libremente.
El sentido de repensar la educación en Derecho
Para finalizar, diría que, la formación en Derecho, debe tener clara su
misión con la generación de conocimiento mediante el estímulo a la
problematización y la curiosidad epistemológica. Ello supondrá entonces asumir
varios retos:
1. Replantear
los marcos teóricos normativistas desde los cuales se ha reducido el
conocimiento del derecho a una indagación por las normas y las instituciones
estatales.
2.Incorporar
herramientas teóricas y metodológicas, que más que limitar la imaginación,
sirvan para potenciar la generación de conocimiento nuevo y relevante
socialmente.
3. Establecer
mayores relaciones entre el derecho y los contextos sociales, políticos y
culturales desde los cuales nos formulamos estos problemas.
4.Reconocer,
de un lado, la pertinencia y relevancia del diálogo interdisciplinario, y del
otro, la importancia del diálogo entre
teoría y práctica. Tal como lo ha sostenido Boaventura de Sousa Santos en
múltiples ocasiones, la teoría sin la práctica no sería más que un ejercicio
irrelevante, y una práctica sin fundamentación teórica, no sería más que un
activismo ciego (Santos, 2003; 2009).
Quiero finalizar este escrito manifestando mi optimismo en las
posibilidades de transformación de nuestra sociedad. Es posible que en el
futuro, como consecuencia de los procesos de transformación cultural y de
fomento a la curiosidad epistemológica, se generen espacios más democráticos,
incluyentes, respetuosos y deliberantes.
Referencias
Bourdieu, Pierre y Wacquant, Loïc. (1992) An Invitation to Reflexive Sociology. Chicago: University of Chicago Press.
Freire, Paulo. (2004). Pedagogía
de la Autonomía. Paz et Terra.
Freire, Paulo. (S.F.). Pedagogía
del Oprimido. Disponible en http://doctoradosociales.com.ar/wp-content/uploads/FreirePedagogiadelOprimido.pdf
Santos, Boaventura de Sousa. (2003). La
caída del Ángelus Novus: Ensayos para una nueva teoría social y una nueva
práctica política. Bogotá: ILSA, Universidad Nacional de Colombia.
Santos, Boaventura de Sousa. (2009). Sociología
Jurídica Crítica. Para un nuevo
sentido común en el Derecho. Bogotá: ILSA.
Comparto la visión defendida en el texto; y estoy de acuerdo en que existe la otra versión de docentes y discentes, que no dejan perder la esperanza en que vivenciar otras relaciones de aprendizaje sí son posibles, y felizmente, puedo decir, he estado en esos espacios. Sin embargo, también he vivido ese tipo de experiencias desalentadoras en mi entorno académico, de hecho una de las más evidentes me ocurrió en la universidad con un profesor, el cual, al hacerle entrega de un trabajo que consistía en un escrito, se limitó a ojearlo y seguidamente anotó la calificación en la primera página, yo le pregunté si acaso no iba a leerlo, pero lo único que me dijo era que “me creía”. Es igualmente un ejemplo de otra de las cosas que suceden y terminan por asentarse perjudicialmente muchas veces en la rutina educativa: estudiantes y profesores parecieran tener a veces una especie de pacto implícito en donde lo único que importa es el número que habrá de ocupar una casilla, que es la que define al final si se “gana” o “pierde”. Hubiera agradecido un mínimo interés de aquel maestro por leer lo que había escrito con sincero empeño, pero lastimosamente a veces este espacio de “formación” sorprende, ¡y de qué manera! Qué desilusión que los salones de clase se conviertan tantas veces en el aposento del aburrimiento, donde se pierde el gusto por lo que se estudia, quedando rezagado esto en la última página de los cuadernos, siendo culpable de tal fenómeno también un sistema educativo que apresa a sus protagonistas.
ResponderBorrarPor otro lado, considero que la curiosidad como elemento crucial para la educación en Derecho es entonces un primer paso, un factor humano que no se puede dejar escapar por el hecho de que las normas están dadas y consagradas en un código que estaría conservando una “verdad”, ¿Qué verdad al fin y al cabo?, ¿la verdad de quiénes?, y que perpetúa la mentalidad ¿de qué contexto? Las ciencias sociales son las que más deberían gozar de la habilidad creativa, y el Derecho, por supuesto, que tiene esa pretensión reguladora tiene como arma los articulados legales que acorazan las problemáticas sociales en una esfera donde la pretensión transformadora termina ahogada, por lo que requiere contar con una mentalidad en los sujetos que lo abordan capaz de introducir otro paradigma con miras a leer lo jurídico en clave social, de rupturas y movimientos que quiebre con una esencia autoritaria e implante interpretaciones y explicaciones de los fenómenos problematizantes con mente abierta para incidir con soluciones o intervenciones democráticas y flexibles.
Ojalá llegue el día en que no haya que preguntarse más ¿En qué lección del libro te quedaste, educador, cuando tantas veces te necesitaban tus estudiantes?