Sin importar el dónde o el cuándo, lo que me interesa
compartir de la experiencia de ser profesora universitaria en el área del
derecho por primera vez, son esas reflexiones primigenias de quien todavía se
siente estudiante en un aula de clase, sitio que de un momento a otro empieza a
reclamarle a uno el ocupar otro lugar y hacerse cargo de nuevas
responsabilidades. Se trata de cuestiones que superan incluso el curioso hecho
de que empiecen a llamarte “profe”, aunque ese solo nombramiento de por sí ya
resuene dentro de uno atravesado por una sensación ajena.
Esos salones, con seguridad los mismos sitios ocupados
por tantos sujetos a través de los años, y donde permanecen quizás las mismas
sillas y pizarrones, son nuestros testigos fieles de cómo fluctuamos generación
tras generación. En medio de estos cambios, a lo mejor imperceptibles para
muchos, yo, la profesora novata, empieza a descubrir que tras la relación
estudiante-profesor se escondía otra parte de la historia que hasta el momento
desconocía. Y se trata de una historia que hemos venido tejiendo de diferentes
formas y estilos, que nos ha permitido darle lugar a vivencias disímiles que
quedarán, poco o mucho, en el recuerdo de quienes participamos de su
elaboración.
Una de las primeras cosas de las que me di cuenta al
desenvolverme en este novedoso papel, es que la figura del docente tiene un
gran poder, mucho más del que me habría imaginado. Por encima, y fuera de que
es el responsable de poner una nota, es la persona en la que sus estudiantes
dejan descargar sus inquietudes, a la que consultan y le tienen una confianza
que no es dada a cualquiera. Además, es quien otorga un rumbo considerable a
los contenidos del curso, define cómo compartirlos y qué métodos emplear para
evaluarlos. Es justo a partir de este aspecto, donde encuentro un completo
sentido a la idea de que en los ámbitos educativos se establezcan relaciones de
horizontalidad.
Contemplarlo así, implica ser conscientes de que los
estudiantes también tienen una participación constructiva en los ritmos del
saber, lo que debe conllevar a reconocerles y darles su debido espacio. La
construcción de lazos en ese escenario, equivale entonces a quebrantar la idea
de que el docente tiene alguna condición superior sin desvirtuar, por supuesto,
su rol orientador o desvalorarlo. En esa línea, el hecho de que el estudiante
dude, se haga preguntas, e incluso rete el conocimiento impartido, son
ejercicios saludables para el proceso formativo, llevándole probablemente a abrir
ventanas no mostradas, enriquecer la visión ofrecida, formarse sus criterios y
apropiarse de su marcha y evolución educativa.
Siguiendo esta lógica, las facultades que tiene el
docente desembocan en un poder que, en vez de opacar, puede ser compartido con los
poderes de quienes lo rodean. Un poder que no tiene por qué quitar seguridad a
punta de miedo o autoritarismo, ni garantizar responsabilidad a cambio de
presiones cuantitativas, es un poder que cultivando vínculos de armonía y autoconfianza
en los estudiantes, abre puertas para que estos consigan lo mejor de sí, porque
el motivarles con respeto y hacia la posibilidad de sacar adelante un proyecto
que en ocasiones interpretan fuera de su alcance, se convierte en una adecuada manera
de que se descubran lográndolo o avanzando con satisfacción.
Además, dichas facultades permiten destapar e invitar
a opciones liberadoras, facilitando desde el diseño mismo de las actividades de
clase, la derrota de coordenadas jerárquicas a las que tanto se recurre en la
educación, impulsando a la mutua colaboración y crecimiento, el confrontar
visiones y la fluidez en el aprendizaje. Por ello, pienso que es ilógico el
abordar a los estudiantes con rabia, o de manera desorbitadamente prevenida, como
lo he observado en distintos casos; definitivamente, no es una manera para extender
caminos lo suficientemente fértiles, si se quiere gozar de encuentros que
nutran el desarrollo cognitivo y los procesos de aprendizaje desde un respaldo
y sensibilidad humanos.
Pero, no todo se reduce a esas cuestiones de poder, también
identifico en esta labor docente ciertos límites. Me refiero al hecho de que, desde
este lado, no tenemos las respuestas a todas las preguntas, no sabemos si en
todos los casos las mismas decisiones van a tener igual impacto, si van en la
mejor vía o si la explicación o asesoría será la más iluminadora para cada uno
de los discentes, cuando tarde o temprano nos damos cuenta de que tienen formas
distintas de aprender.
Unido a todo esto, se encuentra igualmente un elemento
de vital importancia para que un curso y los rumbos de quienes participan se
fortalezcan, para brindar aportes y cuestionamientos que no tendrán que venir
de un solo lado. Se trata de una sincera disposición del docente para escuchar,
abrirse a las críticas y comentarios de parte de sus estudiantes; porque
escuchar no puede ser concebido como un peligro, al contrario, es la
oportunidad perfecta para que las ideas contrarias se pongan en diálogo, para
dar explicaciones y expandirse hacia otras opciones en el horizonte.
Aunque ponerlo en práctica no sea tan común para
algunos, pues he visto cómo estudiantes y profesores parecen resistirse a tal
posibilidad. En otras palabras, parece existir sospecha respecto a tomar por natural
o conveniente el cuestionar al docente, y de otro lado, una amenaza el concebir
que el estudiante pueda llegar a tener la razón. Por eso, el asumirnos como
iguales, y respetando el rol que cada uno cumple con sus particularidades,
implica estar dispuestos a ubicarnos frente a frente, sabiendo que estamos a la
altura de nuestro interlocutor y que podemos ser complementarios.
De una parte, los años de experiencia del maestro aportarán
madurez en el conocimiento y valiosos aciertos, al tiempo de que la “crudeza”
de quien todavía se forma, aunque de hecho ambos lo hacen, brinda frescura y
creatividad a lo que otros ya dominan o a lo que “ya está resuelto”, porque tiene
la fortuna de verlo con ojos nuevos. Como profesora novata, me doy cuenta de
que cada estudiante es un mundo, cada uno de ellos trae retos variados que no
se resuelven en una clase, en una explicación o en un taller… Son proyectos de
vida que, al igual que uno, construyen sus sueños, jalonan sus anhelos y
cargas, se dejan permear por su vida personal y son tan vulnerables como sus
propios profesores.
Los docentes veteranos, los buenos docentes veteranos,
que ejercen su profesión con amor, sabrán más que yo sobre todo esto, y creo
que estarán de acuerdo conmigo en decir que el centro de su vida profesional se
compone de sus estudiantes, quienes merecen un enorme agradecimiento, porque
durante esa labor son ellos quienes fungen como nuestros auténticos
maestros.
Anónima
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